martes, 24 de septiembre de 2013

Con fianza eterna

Jugar a confiar es de los desafíos más grandes que tiene el ser humano. La sola participación de un otro, con la dependencia que esto contiene, nos conecta con una energía superior. Si bien la valoración del esfuerzo propio nos otorga una hermosa sensación de poder individual, cuando unimos a otra persona a nuestra aventura ampliamos el espectro. 

No es necesario prestarle 10.000 dólares a un desconocido y jugar a que lo va a devolver. Simplemente acciones como coordinar una cita con alguien y apagar el celular durante las horas previas, nos sirve como ejemplo para poner a prueba este desafío. Confiar en la palabra del otro. En el lugar que ocupa esa cita en su lista de prioridades. En haber transformado una promesa en una responsabilidad. Sentir que está en juego nuestra lealtad. Apostar parte del ego al rojo. 

El regocijo del encuentro es extraordinario. Saber que la palabra del otro vale. Que romper el pacto sin previo aviso, o sin la constatación del mensaje recibido, le provocaría una falta. Ésto nos posiciona en la cima por un instante. La empatía. El reconocimiento. La valoración. Todo nos provoca una excitación que enaltece tanto nuestra estima como la percepción del otro. 

El porqué de tanto beneficio radica en lo que se puede perder. La frustración del desencuentro es desmotivante, dolorosa. Quizás la verdadera razón que tiene el otro para faltar es lo suficientemente válida. Sin embargo, poco importa el argumento. La amargura del desamor es mayor. Los golpes duran siempre un poco más y las manchas en el alma permanecerán siempre en algún rincón del inconsciente. 

La vida nos propone retos de grandes placeres. Con complacencias de enorme atractivo que cargaremos orgullosamente durante toda la vida. La estimación y admiración por los valores con los que nos vamos abriendo puertas suelen ser mucho más poderosos que juegos de azar o de alta destreza técnica. No hay puntuaciones ni 'vidas' que perder sino una moralidad que alimentar. Ya que cuando estamos solos, ésta, es la única que nos mantiene vivos.  


viernes, 6 de septiembre de 2013

Perros de la calle

En el corazón del Parque Batlle, pero en el corazón eh. Ahí donde los ruidos de motores se dan una vuelta cada tanto para molestar y quitarle los vicios de paraíso al lugar. Ahí, existe un mundo paralelo, mucho más natural, donde hay verdades individuales que, unos metros más afuera, son fácilmente contrastable.
El verde da lugar a la libertad. El sol, el clima, el campo del asfalto, nos permite soñar en medio del bullicio. Estamos quienes nos tomamos unas vacaciones de la realidad y le damos la mano a un libro para descansar aunque sea un rato, y quienes a veces se van a la ciudad de la mano de alguna responsabilidad. 



Allí, más cerca que lejos, conviven decenas de perros en una armoniosa amistad. En una especie de corral, al que llegan hombres rodeados de canes moviendo su cola en señal de algarabía, se juntan más de cuarenta animales por mañana. De distintas casas, distintos dueños, balcones, veterinarias, patios de 2x2, "pastillitas" y huesos. Todos juntos, libres y educados. 

Al costado, hombres que viven realidades que, solo cada tanto, se comparten entre sí. Aparentando más de cincuenta años, un señor de unos 190 centímetros realiza ejercicios dignos de un futbolista profesional. Pequeños trotes con salto y cabezazo al final, largos tramos con dominio de balón en subida, disparos al vacío de media distancia y hasta 'zig zag' con pelota entre piedras, que vestidas de cono, le ayudan a precisar un dribling envidiable. 

Más allá en el paisaje, otro hombre, en diálogo cerrado con los ponys que luego serán adornos de miles de portaretratos en nuestras casas. Detrás, un "parque de diversiones" con juegos clásicos que generalmente están inmóviles. En un rincón del cuadro, una solitaria y silenciosa oveja que empieza a sufrir el producto de la temperatura y su lana. 

Mientras tanto, madres que le enseñan a sus hijos lo que cuando crezcan, muchos se olvidan de disfrutar. Personas que, como nubes, pasan raudamente mirando el suelo sin darse cuenta de tamaña belleza. Y un canto intenso de loros que seguramente en su idioma, nos piden que nos quedemos un rato más, que cuando se termina el arbolado, vuelve la realidad.