jueves, 2 de julio de 2015

Laguna de los pasos

Salí de casa en busca de unas pinturas para mi nueva biblioteca. Tenía tiempo libre, en 
realidad era libre porque no estaba trabajando. El pecado que esto implica para esa especie 
de subconsciencia colectiva social que insiste permanentemente en preguntarte "¿y 
ahora qué vas a hacer?" paradójicamente se le llama tener el día -lo que en términos 
de tiempo significa la representación de la vida- libre.

Quería colores fuertes, intensos. Buscaba llenar el cuarto de fantasías, historias, vidas, 
pensamientos y las infinitas gratitudes que regalan los libros y para eso tenía que 
hacerles un entorno en donde se sintieran cómodos. Aprovechando el tiempo -casi 
que el acto más sublime del hombre- me propuse dar una vuelta en bicicleta por el 
barrio. Hacía dos meses que me había mudado y todavía no sabía qué tan distinto era 
el mundo a cinco cuadras de casa. Tengo la suerte -entendiendo "suerte" en este caso como el  resultado del mi entorno histórico ineludible y las decisiones tomadas-  de vivir a unas 
pocas cuadras de dos lagos muy lindos en medio de una urbanización escasa pero en 
crecimiento feróz como es la de la Ciudad de la Costa. Un conglomerado de barrios 
costeros -casi balnearios diría- en Canelones, a 20 kms del centro de Montevideo. Para 
los vecinos salir a recorrer el barrio tendrá siempre un plan tentador y de inevitable 
belleza; detenerse frente al lago.

Había hecho solo dos cuadras y en un terreno baldío veo un cartel que me hizo poner 
un cambio más liviano en la bicicleta, pedalear más intensamente pero seguir a la 
misma velocidad. Como si el cuerpo por sí solo expresara lo que pasaba adentro de mi 
cabeza; daba vueltas sobre algo que tiene una velocidad casi invariable; el desarrollo 
humano y su empatía. El cartel decía "No tirar basura".

Mi ruta -mi vida- pedía tranquilidad. Por eso fui por las calles menos invadidas. 
Después de cruzar la única avenida asfaltada y de tránsito pesado -Aerosur- pedaleé 
solo para que la bicicleta no perdiera el equilibrio. Estiraba en el tiempo cada 
centímetro. Miraba todo lo que podía, los árboles, los perros que levantaban sus 
hocicos olfateando a distancia, los diseños de las casas, las plantas, todo. Juro que a 
20kms del centro de la capital de mi país, donde conviven más de un millón y medio de 
personas de todas partes del mundo, se puede vivir en un ensueño rochense. El sonido 
ambiente perturbador de la ciudad se disminuye tanto que uno vuelve a escucharse 
también cuando piensa cosas dóciles y banales. Existe una percepción encantadora de 
lo que no hace ruido.

Me fui cruzando con personas a las que, desde que las veía, fantaseaba con saludarlas 
para que supieran que somos vecinos. Sin embargo, mi sigilosa visita por sus calles 
sentí que les resultaba  intimidante. El manso pedalear, mi remera del Inter de Porto 
Alegre manchada, aquello de la propiedad privada, la rebelión de mis pelos y cargar 
con su vida le abrieron paso al prejuicio. No tuve el valor de saludarlos, presentarme y 
felicitarlos por el lugar en donde viven como creo que debería ser el comportamiento 
normal de mi utópica vecindad universal. Sigo fantaseando con esas formas. Sigo 
fantaseando con saludar gente. No se si ponerme mal porque saludar significa un 
conjunto gigantesco de silogismos morales en donde uno piensa si el otro estará 
pensando en que yo estoy pensando en violentarlo o si alegrarme porque una forma 
de cambiar eso es solamente empezar a saludar, sin importarme si ellos creen que 
estoy loco o que estoy queriendo ganarme su confianza para despojarlos de todo esos 
pedazos de plásticos que -tantas horas de trabajo y un sólo día libre por semana 
durante años- les costó comprar.

Mientras recorría la primer calle paralela a la que bordea el lago ví que en varias 
ocasiones existían caminos de arena claramente definidos por donde se podía acceder 
al agua. "Compro las pinturas y vengo a sentarme acá" sonreían mis pensamientos 
llenos de expectativa.

        -¿Te puedo ayudar en algo?- preguntó la simpática vendedora del local después 
de verme unos 7 u 8 minutos mirando la misma góndola, las mismas pinturas, tocarlas 
una a una y no agarrar ninguna. -Acá -y me señalaba un cartón- tenés las muestras de 
los colores-.

        -¡Ah bien!- suspiré aliviado al descubrir qué carajo era bermellón. -¡Es rojo!- 
exclamé como si ella hubiera sido parte de la conversación que venía teniendo en mi 
cabeza hacía rato. -¡Ta! Entonces ya decido y voy para la caja- dije medio avergonzado 
porque en realidad nunca sabré si fueron 7 minutos o media hora atado a ese dilema .

        -Sí, mirá tranquilo. Te preguntaba por si tenías alguna duda. Tomate tu tiempo- 
concluyó entre amabilidad e ironía.

Elegí la calle que circunda el lago y volví a pensar en lo afortunados que son los dueños 
de esas casas. También se me cruzaron algunos cuestionamientos sobre si es justo que 
algunas de esas propiedades que sus patios están formados por los encantos de los 
lagos sean utilizadas por empresas. Pensaba en la distribución de la belleza. ¿No 
deberían ser todos esos lugares públicos? No plazas y parques -aunque no estaría mal- 
pero por lo menos con actividades que nos permitan a cualquiera de nosotros poder 
sentarnos ahí un rato. No sé. No lo resolví al dilema. Pero el alivio me lo serví creyendo 
que por lo menos los que trabajan y los clientes que entran a esas empresas deben ser 
más cantidad que los integrantes de una sola familia que decide pagarse ese paisaje.

Encontré una bajada hacia el lago bastante pronunciada que denotaba que allí existe 
un tránsito  fluido. Hasta un banco hecho de material había para sentarse. El lugar 
podría estar más limpio, pero era perfectamente habitable y disfrutable. En toda la 
superficie de arena que bordeaba el lago -que serían unos 30 metros de largo por unos 
5 de ancho- no había nadie. Del otro lado, contra un árbol muy grande, en un espacio 
que desde mis 100/120 metros de distancia lucía como un lugar amplio y con esencia 
de plaza, había una pareja de jóvenes. No me animo a determinar con precisión 
estando tan lejos pero no pasarían los 20 años. Ella estaba encima de él. Jugaban, se 
reían, se abrazaban y no quise saber mucho más. Mi abuela, un amigo, yo, muchos, 
fácilmente transportarían esa imagen a una perversión, a la utilización de un espacio 
público para un acto sexual sin saber realmente si eso está ocurriendo. Con frágiles 
datos nos convencemos de que ahí está sucediendo lo peor para mi abuela, lo 
morboso para los jóvenes, lo desesperanzador para los adultos conservadores y tantas 
construcciones como analistas del tema hayan. En la mesa redonda entre varios de mis 
Yo, uno levantó la mano y dijo "¿Pero dónde está lo malo? En el caso de que 
estuvieran teniendo sexo en cualquiera de sus formas, no hacen más que vivir un 
momento tan supremo como anhelado por todos nosotros. ¿El problema es que lo 
hacen en un espacio público? ¿Y? ¿No es público? ¿No es de ellos también? ¿Qué 
significa atentado al pudor? ¿Atentado a los placeres que nos encantan?" Ahí cerré el 
tema. Me encanta tener la posibilidad de dar por finalizada las discusiones cuando 
estoy de acuerdo con uno de mis Yo. No significa que ese Yo va a resolver moralmente 
todas las situaciones de este tipo pero por lo menos me quedo con un espíritu liberal 
hasta la próxima escena.

Junto con la pareja, que eran los únicos habitantes humanos de la zona hasta ese 
momento, habían un montón de patos. Por lo menos eran 20. Algunos estaban 
pisando tierra, bastante cerca del fluír amoroso y otros esperaban dentro del agua. 
Empezaron a graznar, se comunicaban algo, todos cambiaron de dirección, activaron y 
empezaron a dirigirse hacia mi orilla. Primero fueron en fila muy homogénea, haciendo un camino que contenía curvas imaginarias de unos 90 grados, como si efectivamente hubiera una ruta ahí. Bordeando la orilla empezaron a pasar frente a mi casi que desfilando. Otra vez la junta de notables que integran cada una de mis mesas de tertulia mental empezó a emitir interpretaciones: "Le estás invadiendo el territorio de ellos y no les gusta tanto" dice mi Yo lleno de miedo (que me tiene medio cansado ya), "Capaz que vienen a recibirte" dijo uno muy tierno, con el que me estoy llevando bastante bien últimamente. -Él cree en todo y todo aflora de una esencia positiva. Cuando sucede lo contrario dice "me equivoqué" sonríe y se queda sentado mirándome naturalmente. Siempre pierdo frente a eso-. Seguí dando vueltas, escuchando la cantidad de hipótesis que hacen estos periodistas deportivos de mi vida mientras que uno de los últimos patos de la fila que se paseaban presentándose, 
decidió parar y acercarse. Lo acompañaron 3 o 4 más. -Lo sentí como el líder de ellos, 
claro que humanicé demasiado su especie. No tenía porqué haber líder-. Se me acercó 
cada vez más, a paso lento, emitía un sonido suave. A uno de esos sonidos lo descifré 
como un "tranquilo, parece un humano inofensivo". Otro me pareció que contestó 
desde adentro del agua: "Igual no te regalés, ya sabés como son". Pero todas esas 
interpretaciones nacieron de la sala de al lado, donde también había una mesa 
redonda discutiendo sobre comportamientos de patos. Seguía sin saber qué buscaban, 
tenían las patas muy grandes, de un color naranja intenso (como el que quisiera para 
mi biblioteca) y eran en su mayoría de plumaje blanco. Aunque había otra especie, de 
unos cuatro o cinco ejemplares, que eran más chicos, todos negros y con un pico casi 
verde flúor hermoso. Se arrimaron hasta un metro, metro y medio, emitían sonidos 
cortitos y a bajo volumen. Me observaron desde muy cerca, picotearon algo del piso 
haciéndose los desentendidos y  poco a poco se fueron retirando. Yo me preguntaba si 
ese fue el saludo de bienvenida a su lugar -aquello que yo había fantaseado como mi 
utópica vecindad universal- o si había sido demasiado descortés de mi parte caer con 
las manos vacías. Entre esos pedaleos de mi cabeza, una imagen empezó a aflojar mis 
piernas y a calmarme como si hubiera agarrado una bajada. Suavemente uno a uno 
entraba al agua. Cuando sus plumas sentían el fresco húmedo del lago estirarban sus 
patas hacia atrás y con leves movimientos se dejaban llevar. Inflaban el pecho, se 
ensanchaban, se llenaban por dentro, se estiraban y flotaban. Fluían. Me estremecía su 
capacidad de integración con otra especie, su coraje, la lenta y cálida forma de 
relacionamiento con un otro y su mayor fortaleza; la adaptabilidad. Pisaron tierra y 
flotaron sobre agua. A nosotros los humamos nos regalaron la consciencia para 
llenarnos de mesas de tertulias. De múltiples Yo discutiendo para cada escena, 
buscando leyes y normas que nos hagan comportarnos entre nosotros, y estos 
animales hacen tan simple lo que nos cuesta años, libros, genocidios, guerras, 
enfermedades y sufrimientos; relacionarnos, ser libres. Convivir, quererse, llamarse 
cuando hay comida para compartir. Utilizar nuestros recursos para hacer del medio un 
lugar con calor y color para todos.

Después de aquella conmoción pacífica interna, me volvía creyendo que vivía a cinco 
cuadras de un paraíso. Que a 10 minutos de mi cama florecía un fenómeno 
encantador, un ejemplo, una inspiración creativa, magia. Pedaleaba lento ya por el 
otro lado del lago, estiré mi ruta unos metros más, pero me regalé otra vez ese paisaje 
y tuve que parar de nuevo. Los patos graznaban fuerte y alto, se llamaban. Habían 
pisado tierra firme de nuevo. Ahora estaban entreverados con unas tres o cuatro 
personas que se habían bajado de un auto sobre la orilla en la que yo estaba hasta 
hacía dos minutos. Estaban recibiéndolos a ellos y llamando a los ausentes que -como 
si la tierra y el agua no fueran suficientes medios de vida de los que formar parte- 
vinieron por aire y a gran velocidad. Los nuevos visitantes habían traído comida para 
ellos. Fue la reafirmación de mi descortesía y de su completud.

El gran valor del hombre, la consciencia, esa que los mismos hombres dicen que a los 
animales le falta, a veces funciona como el más triste obstáculo de la libertad. Clasifica 
las cosas poniéndose como centro. Lo bueno -pero de cambio liviano, de centímetros 
eternos- es que a través de ella, podremos reconocer, pensar y elegir cuál es la forma 
que más nos embellece la vida, que nos gusta, que nos hace flotar. Tomar decisiones 
siempre es elegir un nuevo camino lleno de incertidumbre, Es transitar por un terreno 
desconocido. Pero una vez que estás ahí, en tu nuevo lugar de partida, el miedo es solo 
una forma de caminar.

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