Los hombres solemos desear cosas
que después no sabemos bien qué hacer con ellas. Yo sueño con sábados y
domingos a la tarde. O mejor, fantaseo con un mundo lleno de actividades
placenteras ahí afuera, mientras yo trabajo. Pero por aquel viejo dicho popular
de que el policía en su día libre va a la comisaría a tomar mate, yo decidí ir
al Estadio Centenario.
Fui a ver fútbol y vi un montón
de hombres, de cuerpo erguido, con postura dominante, autoritaria, juzgando a
un hombre, al parecer, importante. Era raro, decían que él no estaba apto para
ocupar un cargo tan importante. También decían que en siete partidos se debía
haber demostrado algo positivo y él no lo había logrado por lo que ya era hora
de que abandonara su cargo. ¿Cómo habrá sido la séptima emisión de ese programa?
¿Ellos demuestran algo positivo? Pensé.
Fui a ver fútbol y escuché entre
gritos que todo en la vida se basa en los resultados. Y más aún, que ya nada es
“para siempre”. Uno de ellos, en posición combativa, se animó a hablar de
religión; “hasta la iglesia sacó la frase ‘para siempre’ cuando casan a dos
personas” dijo. Ya ni al amor se le tiene paciencia, pensé.
Fui a ver fútbol y sentí un
fuerte olor a pólvora. Provino de una bomba de estruendo que cayó desde la
tribuna de unos hinchas de Peñarol hacia unos sesenta de Wanderers, que hasta
ese momento, ni habían siquiera alzado la voz. Cuanto olor a mediocridad,
pensé.
Fui a ver fútbol y saboree un café que simbolizó el entorno. Amargo, de baja calidad. Con poco criterio y enorme egoísmo de quien lo elabora. Qué poco profesionalismo, pensé.
Fui a ver fútbol y rocé el lado más áspero de un deporte; lo que pasa afuera. Quiero estar adentro, pensé.
De la pelota nadie habló. Una persona se quedó
sin trabajo mientras otras siguieron en el suyo, con la cruel gratitud de haberse
adelantado a un final.
Ahora que sé lo que pasa los sábados y domingos a la
tarde, quiero volver a trabajar.
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